Había una vez dos monjes Zen que caminaban por el bosque de regreso al
monasterio. Cuando llegaron al río una mujer lloraba en cuclillas cerca
de la orilla. Era joven y atractiva.
- ¿Que te sucede? – le preguntó el más anciano.
- Mi madre se muere. Ella esta sola en su casa, del otro lado del río y yo no puedo cruzar.
Lo intente – siguió la joven – pero la corriente me arrastra y no podré
llegar nunca al otro lado sin ayuda… pensé que no la volvería a ver con
vida. Pero ahora… ahora que aparecisteis vosotros, alguno de los dos
podrá ayudarme a cruzar…
- Ojalá pudiéramos – se lamento el más joven. Pero la única manera de
ayudarte sería cargarte a través del río y nuestros votos de castidad
nos impiden todo contacto con el sexo opuesto. Eso esta prohibido… lo
siento.
- Yo también lo siento- dijo la mujer y siguió llorando.
El monje mas viejo se arrodillo, bajo la cabeza y dijo:
- Sube.
La mujer no podía creerlo, pero con rapidez tomó su atadito con ropa y
montó a horcajadas sobre el monje. Con bastante dificultad el monje
cruzó el río, seguido por el otro más joven. Al llegar al otro lado, la
mujer descendió y se acerco en actitud de besar las manos del anciano
monje.
- Está bien, está bien- dijo el viejo retirando las manos, sigue tu camino.
La mujer se inclinó en gratitud y humildad, tomo sus ropas y corrió por
el camino del pueblo. Los monjes, sin decir palabra, retomaron su marcha
al monasterio… faltaban aún diez horas de caminata. Poco antes de
llegar, el joven le dijo al anciano:
- Maestro, vos sabéis mejor que yo de nuestro voto de castidad. No
obstante, cargaste sobre tus hombros a aquella mujer todo el ancho del
río.
- Yo la llevé a través del río, es cierto, ¿pero qué pasa contigo que la cargas todavía sobre los hombros?
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